Llueve con
desmayo. Observo las gotas débiles que se deslizan por mi ventana; lentas van
dejando una imperceptible estela; nubes grises pintan el cielo de un atardecer
pálido y melancólico. El viento se cuela dejándose escuchar un aliento suave y
estimulante; la temperatura desciende, dando paso a un frío liviano que apenas trasciende
en mis huesos. La humedad se deja sentir, diminutas gotas diluyen el polvo de
las callejas y se percibe un aroma a madre tierra combinado con pasos
rutinarios de transeúntes.
En ese
preciso instante, las melodiosas notas de una canción me embargan de ternura, mientras
mi mente se zambulle en el mar profundo de mis recuerdos.
Los aires
decembrinos, que poco a poco se acercan, me hacen sentir nostálgico; se avivan
pensamientos de una Navidad en mi etapa pueril, donde los árboles se
transformaban en aviones o helicópteros; pedazos de madera, en camiones con
ruedas de tapas de botellas. Los trompos que laboriosamente se confeccionaban
de “huaylulos” o “palo amarillo”, perfectamente labrados y pulidos con trozos
de vidrio. Los “chanos” pepitas duras recubiertas por una cáscara oleosa que,
en algunas ocasiones, se utilizaban como detergente, por su espumante forma de
diluirse al contacto con el agua. Frutos negros de una planta que
misteriosamente desconozco su nombre; los cuales, tenían una forma redonda,
perfectamente diseñadas; en momentos de ocio, solíamos divertirnos jugando en
el camino; en cuya ruta, los transeúntes se detenían a observarnos.
Por las
noches, solo un sueño perenne acompañaba el nacimiento de Jesús. Los abrazos y
la clásica frase de una “Feliz Navidad” se esfumaba libremente en los
recónditos brazos de Morfeo. Dormir plácidamente sin ser consciente de que en
las grandes urbes, se tiene por costumbre, reunirse en familia para celebrar el
cumpleaños del Salvador.
25 de
diciembre, las melodiosas canciones en todas las emisoras, entonando villancicos,
locutores parleros enviaban saludos en distintas direcciones.
Ahora,
cavilando intensamente, extraño mi entrañable tierra, aquel lugar exótico,
donde su gente amable y cariñosa, dan muestras de jovialidad y confianza.
Aquellas tardes, en mi hogar, jugábamos a la pelota en un pequeño terreno
descampado de los “Froilanes” o en el mismo camino de ruta a San Pablo. Chaco
(mi hermano), Sheba, Alan, Uje, Chala, Lucho, Chante, etc. Nombres populares de
vecinos que entre silbos y gritos nos comunicábamos para reunirnos y compartir
juegos como las barajas, ludo, trompos o jugar a los “Chanitos”. Estos
entretenimientos mayormente lo realizábamos por las tardes, después del
colegio. Lo peculiar, en algunas fechas, donde abundaban zorzales e “Indios
Pishgos”, salíamos a cazar con hondas (jebes) y los bolsillos repletos de
piedras, merodeábamos lentamente, tratando de no ser detectados por la
periferia de los terrenos donde había muchos arbustos.
Mientras el
sol se despedía dando la bienvenida a la noche, el juego se tornaba más
atractivo, las centellantes luciérnagas nos acompañaban en una noche alegre y
sombría.
Muchas noches
plagadas de estrellas, cuando la hermosa luna brillaba por su ausencia, daba la
impresión de que se podía coger una a una si extendías con firmeza las manos
Añoro
aquellos momentos donde nos bañábamos en las acequias, para lo cual empozábamos
el agua que nos servía como piscina y en muchas ocasiones nos zambullíamos en
pozas que había en el río.
Aquellos
hermosos amaneceres que daban la bienvenida al nuevo día, signo de esperanza.
Rememoro los pastizales donde corría alegremente: libre sin el tormento de
preocupaciones y agobios. Los árboles con mucha vida entre sus ramas; las casas
de techos rojos y la espontaneidad de su
gente con el saludo amable, la disposición sincera para el trabajo
colaborativo, la solidaridad en todo momento.
Las
canciones inusitadas de mi padre que con un trino de voz exhalaba rítmicos
versos de yaravíes espléndidos de fastuosidad en sus líneas:
“Mi sombrero
va volando
Boca arriba,
boca abajo
Y en su
vuelo va diciendo
Este amor
cuesta trabajo”…
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