HOMENAJE AL SOL
El Sol se alistaba para dormir en el horizonte. El
viento fresco jugaba su última partida entre quinuales y pajonales, antes de
retirarse a los peñascos degollados, cortando el paisaje con su monótono
silbido. En las alturas, la nube formaba caprichosas figuras, las que viajaban
perezosamente sin saber a donde. Algunas aves silvestres como perdices y
zorzales, pasaban revista sobre los huevos de su nido, removiéndolos con el
pico antes de incubarlos como modo de asegurar el calor necesario para sus
pichones en formación. Al pie de la quebrada, los cerros se entrecruzaban para
embotellar a las aguas de la laguna. El espejo de agua duplicaba al paisaje
dibujando en sus entrañas el colorido natural. A lo lejos, un solitario colibrí
se afanaba por llenar el buche con el néctar que aún quedaba en las flores, que
para entonces, dicen los abuelos, todas eran necesariamente blancas, como copos
de nieve.
En una hondonada del cerro, una delgada tira de humo señalaba la fogata y la presencia de alguien que sabía protegerse del frío. Mientras disfrutaba de un delicioso café, sentado en el corredor de su casa, tenía pegada la miraba sobre el colibrí que hacía piruetas alrededor de aromáticos geranios y margaritas. Inesperadamente, como salida de la nada, una enorme águila se precipitó sobre el pajarillo. La depredadora tenía el pico curvo y las plumas negras, las que contrastaban con las plumas claras de su cabeza y cola. Sus fornidas patas manipularon con destreza a sus arqueadas uñas con intención de asir al colibrí.
En fracción de segundo, la mente del personaje adelantó lo inevitable y vio, antes que sucediera, cómo las uñas de la cazadora destrozaban el pecho de la víctima como si fuera una frágil pompa de jabón. Pero, contra todo pronóstico, el colibrí, sin el menor respeto, hizo una veloz acrobacia hacia atrás como ningún pájaro puede hacerlo; dejando fuera de distancia a su agresora, quien se precipitó al vacío sin pena ni gloria; pero sus potentes alas recuperaron el dominio del espacio para reiniciar su ofensiva. Nuevamente, el colibrí, con inaudita velocidad, se puso a un costado, como jugando o, lo que es peor, como menospreciando la lentitud de la atacante. Esta escena se repitió muchas veces. Por un lado, el colibrí, aleteando más veloz que el viento y, por el otro, el águila retomando su arremetida, cada vez más furiosa. ¡Pero..., nada!
Le resultaba imposible cazar al diminuto picaflor,
porque éste, aprovechando su raudo vuelo, se disolvía en el aire haciéndose
transparente. Finalmente la víctima se rebeló, aburrido de ese mortífero juego
decidió contraatacar usando como armas su alargado pico y su gran velocidad. Lo
que se vio después sólo puede ser imaginada en la fantasía. El colibrí, cual
instinto vivaracho, empezó a picotear los ojos del águila, cuantas veces quiso,
obligándola a huir resignada de no lograr su cometido.
Preñado de admiración, el misterioso personaje,
empezó a hablar consigo mismo: “Desde niño —dijo— quise ser un colibrí. Siempre
admiré su desconcertante agilidad. Pretendí explicarme, cómo hace este diminuto
pajarillo para pararse en el aire sin moverse… moviéndose. Cómo agita sus alas,
más veloz que el viento, hasta hacerlas desaparecer a la vista sin que
desaparezcan. Quise, y quiero todavía,
tener como ropaje ese misterioso manto de plumas tornasoladas y centellantes,
capaces de lanzar al viento sus alegres matices, para reflejar de incontables
maneras a los rayos del sol”.
Hizo una pausa para no perderse otra pirueta de la avecilla, y continuó su monólogo: “Todavía quiero ser un lindo colibrí para dibujar sobre el aire sentimientos de paz y hermandad, y porque abanicando mis alas podría hacer desaparecer las diferencias sociales para abrazarnos alrededor de la amistad y reconocernos como personas del mundo; es decir, como hermanos del mundo. Tengo la esperanza. La tengo y la tendré incluso después de muerto, para unir a la gente en un solo corazón de amor, sin importar si están en el Cielo, el Purgatorio o el Infierno”.
Ahora el Sol llegó al punto ideal. El personaje, enamorado
de sus paisajes andinos, tomó una porción de cerdas y construyó un rústico
pincel y cogiendo el rojo intenso de la tierra que servía para retocar la
fachada de su choza; apuró a pintar los detalles de ese ocaso singular, en un
costado de la pared que aún quedaba blanca.
Rojo; más
rojo, antes que se esconda este paisaje devorado por la noche. Por favor,
rumiaba con desesperación sólo para sí…, más rojo, ¡es preciso más rojo! Pero el rojo se acabó antes de tiempo;
entonces el artista, exaltado por el paisaje y deslumbrado de pasión, con
extraño coraje, tomó ligero su navaja y cercenó el dedo índice de su mano derecha. En
ese instante, el pincel era innecesario, como guiándose por los destellos
multicolores del colibrí y el estoicismo de arrebatar a un águila, sólo el dedo
embadurnado de sangre era necesario y en suma, utilizando su genialidad y el
espíritu osado siguió pintando… y… pintando su original visión.
Cuando el crepúsculo tragó al Sol, en la pared quedó grabado, para siempre, el exquisito misterio de aquel anochecer andino. Al pie, agonizaba el escuálido cuerpo del artista pintor que en algún tiempo compartió sus ideales con sus semejantes contra la injusticia perspicaz de los regentes.
En ese momento… y contra todo pronóstico, el astro rey volvió a salir para rendir homenaje a su pintor... Fue la única vez que el día amaneció dos veces: por el Este y por el Oeste. Durante ese misterio, el corazón del artista-pintor se convirtió en un lindo colibrí.
Desde aquella ocasión, el picaflor, usando sus alas como pincel, trabaja pintando a las flores del mundo desde el amanecer hasta el anochecer, como ofreció cuando tenía forma humana y, según dicen los que han visto, también la sangre del artista baña a todos los crepúsculos de la tierra cuando el Sol se va a dormir.
Autor: Ángel Bazán Hernández
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